Un día se murió el último abuelo del pueblo. Tenía
noventa y nueve años. A partir de entonces se quedaron sin viejos en la vida. Inmediatamente
se cambiaron los nombres de las calles, que se habían mantenido por respeto al que
acababan de enterrar. Se renovaron los escaparates y farolas. Se pintaron las
fachadas con colores imposibles. Los rústicos bancos de piedra fueron
sustituidos por otros de metacrilato y aluminio. El empedrado por alquitrán. La
estatua de bronce del fundador se fundió,
creándose con ella una escultura, sin pies ni cabeza, que era, decían, una
alegoría del futuro. El campanario fue recortado, para que ya no pudieran
anidar las cigüeñas. Y con la campana forjaron un “Welcome” en letra “Comic
Sans” y se colocó a la entrada del pueblo, que quedaba muy chic. Al río, a su paso por la zona, le
añadieron un tinte en magenta, con matices diversos e irisados. Y, por
supuesto, se prohibieron los geranios, aspidistras y agapantos en público.
Cuando quisieron bautizar el pueblo con un nombre nuevo
casi sin vocales, que diera lustre en cualquier mapa, se encontraron con un
problema administrativo: nadie recordaba, absolutamente nadie, cómo se había
llamado hasta entonces.
Relato que obtuvo el Segundo Premio en el certamen "El Roblón", de la Asociación Félix Martino, de Soto de Sajambre (León). El Primer Premio fue para Mei Morán, con el relato "Herederos".
El premio fue a recogerlo en mi nombre el escritor y compañero leonés Antonio Toribios, a quien le estoy muy, muy agradecido.
Para ver la crónica de la entrega de premios, y más, AQUÍ.
Enhorabuena, mi niño. Me ha gustado mucho el relato. Esto es algo que nos va a pasar en muchos sitios dentro de poco. Un retrato muy real.
ResponderEliminarVoy a seguir cotilleando.
Muchos abrazos
Buenísimo. Merecido reconocimiento.
ResponderEliminarSaludos y saludes.