jueves, 5 de julio de 2018

AMOR PARTIDO

Imagen tuneada de la red
Cuando me dijo que se había cansado de quererme, me pilló totalmente en fuera de juego. Me sentí de pronto tan amonestado, que solo deseaba volver al banquillo y ser un reserva. Desde que acabáramos invictos en nuestra primera parte, nada me había hecho presagiar semejante tanto en el marcador. Eso sí, al iniciar este segundo tiempo, que nos habíamos dado, ambos tuvimos claro que lo nuestro no era un derbi y que, por tanto, nunca más permitiríamos intervenir a la hinchada de los equipos. Únicamente nosotros dos, sin árbitros, ni aficiones desde las gradas que nos empujasen a la derrota. Solo uno contra uno y juego limpio.
Lo primero fue preguntarle, aunque imaginara su respuesta, si había algún suplente. Me aseguró que no, que no lo había, y que ni se planteaba nuevos fichajes siquiera. Entonces le hablé de una remontada, de nuevas alineaciones, de ligas, de jugones, de remates y chilenas. Pero ella levantó una mano, que despejó el esférico, y yo enmudecí. Hablando muy raso, hizo referencia a mis faltas y dijo que estaba cansada de aplicarme la ley de la ventaja. Que ya me venía avisando hacía tiempo. Que sacando amarillas continuas no se podía amar eternamente. Que para ganar un campeonato no bastaba con anhelar el trofeo, que era imprescindible, por encima de todo, entrenar, entrenar a puerta cerrada y corazón abierto. Y sin dopajes. Yo bajé la cabeza, como si me hubieran sacado una tarjeta roja muy merecida. Mi mente era una moviola. Fui consciente de que a estas alturas del encuentro, con cada tiro a puerta, tan solo habíamos sido capaces de rozar el larguero y poco más. Callando por la banda, la miré desde el córner y le pedí por favor una prórroga. Ella, con los ojos vidriosos, desde el medio del campo, me insistió en que no merecía la pena. No más regates, no más lesiones, no más pases ni contrataques; la vida es una quiniela y con el tiempo se verá, me dijo. Que lo que menos deseaba es que tuviéramos que llegar a los penaltis, que no podría soportarlo. Así que, careciendo de un triste gol o un abrazo, sonó el final del partido.
Camino de los vestuarios no volvimos a hablar. Ambos aceptábamos deportivamente el resultado. Pero ya en el túnel, tras un escueto adiós, sin títulos ni copas, al comenzar a barruntar que mientras ella había empatado un amistoso, yo me sentía descender de golpe a segunda, acabé en la ducha llorando como un alevín.

Relato con el que participo en ZENDA, cuyo tema esta vez es #historiasdefutbol