Sorpresa, gritó mi madre apareciendo con una bandeja de gelatina de limón. Mi padre nos miró uno por uno en menos de un segundo. Ninguno dijimos nada. Mamá nos sirvió a cada cual un trozo y nos lo comimos sin rechistar. Papá dijo que estaba deliciosa y a ella volvió a hacerle mucha gracia cómo temblaba. En esta semana es la tercera noche que tan sólo cenamos gelatina. Por suerte es él el que se encarga de prepararnos el desayuno. Y es que, por las mañanas, es cuando mamá está peor.
Relato seleccionado en la categoría de castellano junto a otros de Lola Sanabria, Joaquim Valls y Ricardo Alamo en diciembre (y van dos seguidos), en el concurso mensual de La Microbiblioteca de Barberà.
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Foto propia |
Esa será tu sentencia, me dijiste, y lo está siendo. Las huellas las estoy perdiendo de borrar con saliva las cosas que encuentro escritas en el buzón. Ya ni el ascensor me responde porque es táctil y es como si yo no estuviera, como si no existiera. Lo estás consiguiendo. Casi no soy nadie, nada. A veces pienso en una explotación minera a la que le van sacando todo lo que tiene de buena, hasta dejarla vacía. Y me siento como ella. Vacía. No comprendo por qué sigues cavando y cavando. Nada queda del profesor que un día conocí. Ya no sé a donde ir, porque es como si lo llevara escrito en un cartel. Y tan sólo he dejado de quererte. Nunca se me ocurrió pensar que pudiera estar al otro lado, cuando la gente me envidiaba por estar casada con un juez tan influyente.
Mi propuesta para el Concurso de Abogados del mes de noviembre fue ésta. En negrita, las cinco palabras obligatorias. Las obras, bien, gracias.
En casa estoy de obras. Casi no tengo dónde apoyar el ordenador. Así, voy a tener que disminuir mi actividad bloguera temporalmente. Durante este periodo (que será unas semanas, un mes, dos meses... Empecé un día y acabaré otro, eso sí lo sé), publicaré sólo los fines de semana. Y en los ratos sueltos que la reformas me permitan, de lunes a viernes, me dedicaré a visitar las casa de mis amigos blogueros y a contestar a aquellos que me comentan. O sea, que el contacto no lo voy a perder, que a mí cuatro ladrillos y un bote de pintura no me quitan las ganas de leer, escribir, compartir; vamos, de vivir.
Estoy aquí, eh, ya mismo vengo, que voy a pincharme y ahora vuelvo (que decía una tía mía).
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Foto casera |
La última alma humana que pasó por este pueblo lo hizo precedida por unos pechos de la noventa. Venía montada en una moto reluciente y más alta que un tractor. Preguntaba por alguien, que ya no recuerdo, pero era un nombre de asesino. Eso nos pareció a todos. Sí, esa chica iba buscando su final. Cierro los ojos y aún la veo con el casco, que se quedó el Higinio para soldar, y aquel mono que no llevaba costuras ni cremalleras. Nos puso tan nerviosos buscándole aberturas que luego ninguno lo pudimos aprovechar.
Esta fue mi propuesta para ReC la semana pasada. En negrita la frase de inicio.
Al nacer, uno no sabe bien lo que hace. Así, puede nacer aquí, allí o en medio. Anyub y Lucía llegaron de dos profundidades distintas. Una venía de Extremadura; la otra, de Anatolia Central. A una le sorprendió el azul de sus puertas; a la otra, el calor sofocante de Estambul.
La primera vez que estuvieron cerca fue en el Gran Bazar. Casi se rozaron al coger unos vasos de té, pero no se vieron. A Lucía le sorprendió que hubiera tantas cosas que se pudieran comprar; a Anyub, tantas que se pudieran vender.
Esa tarde, al cruzarse en el puente que une o separa Asia de Europa, se miraron. Fue un instante, o menos. Pero por la noche ambas se durmieron convencidas de que aquellos ojos, que coincidieron perfectamente con los suyos, ya los habían visto en otra parte. Al levantarse comprendieron que era la misma mirada que encontraban, cada mañana, en su espejo.