La Sebastiana, según MARTUKA |
En boca cerrada no entran moscas, repetía la Sebastiana, al
tiempo que me daba bajo la barbilla con el reverso de su mano grande, llena de
huesos y con olor a lejía. Otras veces lo acompañaba de “cuando los mayores
hablan, las niñas se callan”, o cosas parecidas.
La Sebastiana era una vecina cuyos lazos se enredaban con
los del parentesco. Respetada por todos. Y con derecho a enviar a comprar a los
hijos de otras, a opinar sobre las borracheras de los maridos ajenos, a
organizar el día cuando se encalaban las fachadas. A reñir y mandar callar a los niños con ese revés
aséptico incluido, sin que las madres le afearan el gesto.
Esta niña está comiendo demasiado, le va a hacer daño tanta
sandía, declaraba. Y mi madre, venga, no comas más, a la calle a jugar. Si
en uno de esos momentos hubieran
mantenido la atención sobre mí, habrían visto el aura de odio en la que salía
envuelta, porque tanta rabia no podía caberme en un cuerpo tan pequeño y a la
fuerza me debía rebosar por todas partes. Pero nunca me miraban mucho rato
seguido.
La casa de la Sebastiana estaba a la entrada o la salida del
pueblo, según si llegabas o te ibas. Ella vivía sola la mitad de la vida y la
otra mitad en mi casa con nosotros. Se acercaba muchas veces a lo largo del
día. Hasta once veces le conté una vez. Cuando se lo hice saber con expectación
infantil, me contestó, niña, calladita estás más guapa, y me soltó su revés
huesudo.
Yo la odiaba por sus sopapos de lejía, y por el poco cariño
que siempre me demostró. Sólo en una ocasión creí sentir que quizá podía
quererme algo. Una en la que me dio con la mano antes de que acabara de hablar
haciendo que me mordiera la lengua y sangrara mucho. Entonces vi a la
Sebastiana apresurarse nerviosa para cortarla, y me pareció verle alguna
lagrimilla. Aunque de esto no estoy segura, pues pudieron ser las mías. Eso sí,
me apretó la cabeza contra su estómago balanceándola y repitiendo, pobrecita mía, pobrecita mía muy
seguido. Y aunque casi no podía respirar por la fuerza que estaba poniendo, me
habría quedado allí lo que quedaba de día. Esa tarde la Sebastiana fue muy
considerada conmigo y yo me mantuve a su lado disfrutando de ese nuevo matiz en
nuestra relación. Pero a la que habían pasados dos horas se le había olvidado
el incidente y viendo que me encontraba todo el tiempo pegada a ella y
estorbando, soltó un “esta niña que moscona que es”. Y de un manotazo me apartó
de su lado. Ahí se acabaron las existencias de cariño que reservaba para mí.
Con el tiempo a la Sebastiana la recuerdo siempre tal y como
era, en gris y negro. Menos sus manos y su cara, que tiraban más al rosa.
Muchos años después, por las asociaciones curiosas y tontonas que hace la
mente, al escuchar una canción de Mecano, donde dice “vestir de rosa y gris”
sin darme cuenta me venía a la cabeza la Sebastiana, y sonreía.
A mi madre le reproché en alguna ocasión que la Sebastiana
me golpeara y ella no hiciera nada por evitarlo. La última vez que se lo
recriminé, estaba yo en ese momento secando a uno de mis hermanos después de
haberlo bañado en el barreño y mi madre poniendo el pañal al más pequeño sobre
la cama. Ella, sin tan siquiera mirarme contestó: déjame ahora, viste a ese que
tendrá frío y vete a por el pan que me duele la cabeza, anda.
En muchas ocasiones sin ningún esfuerzo añadido, sólo con la
energía que la rabia me daba, habría empujado a la Sebastiana los trescientos
metros que separaba mi casa del barranco del Huérfano, que estaba detrás, para
despeñarla por él. Con las manos en jarra la vería cayendo y cortándose con los
vidrios, clavándose por las piernas y por la cara hierros oxidados, latas,
muelles del colchón, cuchillas Filomátic y cosas que la gente tira en los barrancos.
Viendo cómo al final se hincaba en los ojos unos clavos que precisamente le
quedarían al alcance de los mismos. Era una visión con la que me vengaba
interiormente mientras gatunamente me acariciaba el golpe después de un “en
boca cerrada no entran moscas”. Y probablemente algo así ocurrió.
Llevaba dos días sin aparecer por casa. Me había acercado
con mis hermanos unas veces y con mi madre otras, pero no estaba en la suya.
Todos empezaban a preocuparse. Fue jugando en el fondo del barranco, hasta dónde
casi nunca bajábamos, donde la encontré tal y como le había deseado. Pero una
cosa es desearlo y otra cosa es quererlo. Cuando la vi, estaba comidita de
bichos y aferrada a un colchón. Seguramente, dijeron luego, perdería el
equilibrio al intentar lanzarlo. Los ojos sólo cerrados, no perforados, y lo
agradecí. Sin charcos de sangre. Si los hubo, toda la porquería del muladar o
los insectos los habían absorbido en ese tiempo. Tenía la boca abierta y
oscura. Y justo en ese instante vi salir de ella una mosca gorda, verde y
ruidosa. “En boca cerrada no entran moscas”, me pareció oír. Pero seguramente
sólo lo imaginé, pues no hubo revés ni olor a lejía. Y las dos permanecíamos
calladitas.
Relato presentado junto a esta ilustración de MARTUKA, tan llena de detalles, al VI Premio Opticks Plumier de Relato Ilustrado; concurso en el que dicho conjunto ha resultado destacado junto a otras cuatro propuestas. Clica AQUÍ para conocer al ganador y finalista.
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