Imagen tomada de la red |
En la última riada perdimos a la única abuela que nos
quedaba. Antiguamente las había muy a menudo. Las riadas, digo. En otras
anteriores se habían llevado a mi hermano chico, con su cuna y todo, a una
cuñada taquígrafa, que teníamos, un bonsái heredado y la nevera, con la compra
de ese viernes recién hecha, entre otros muchos seres y enseres. Ya no hay
inundaciones. Porque ya no queda nada que inundar. Todo está húmedo, anegado o
sumergido.
Antes de que se la llevara el agua también, en la tele
contaban que tanta desgracia pantanosa era por causa del deshielo de los polos.
Y por el clima loco y la contaminación y los plásticos en el mar y los
incendios. Y por los ríos, que prefieren volver a su cauce. De eso hace ya muchos
años. Por entonces, los vecinos lo comentaban cuando salían a tomar el fresco y
se acababan burlando de esas ocurrencias. Ahora no hay quien salga a tomarlo,
porque todo está igual de fresco y no hay que ir a buscarlo a ningún sitio. Y
porque se ha de permanecer dentro, achicando agua continuamente, si se quiere
respirar sin ahogos y fatigas. Además, ya nadie tiene ganas de hablar, ni
motivos para reírse. Todos han perdido a alguien, arrastrado o disuelto por el
agua. Y tampoco salen a la puerta por lo otro, lo peor de todo, que en la calle
ahora siempre huele a seres vivos muertos.
Mi apuesta para ZENDA, sobre el cambio climático.
#COP25