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Serafín enviaba cartas desde el Sáhara que hacían llorar a
las mujeres de la familia, sin distinción. Y a algún que otro hombre, con
disimulo. Sobre todo, desconsolaban a su novia, que era incapaz de sobreponerse
a la fórmula de kilómetros por dolor, partido por tiempo, que le daba como
resultado su propio desierto, árido a más no poder; y a la madre, que no
acababa de situar África en el enorme extranjero del que todos hablaban, ni
imaginar, ella, que jamás había pisado la playa, que tanta arena junta fuera
posible ni buena para nadie.
La mañana que volvió, después de tres años, les trajo una
pañoleta con un mapamundi pintado a la chica y un cenicero con el escudo de la
Legión a la madre. En el que, por supuesto, ella no iba a dejar que echaran
ceniza, que para eso ya había otros repartidos por la casa. Sobre el pañuelo,
el recién licenciado les señaló con el índice dónde estaba el lejano desierto, tan
próximo ahí a España. Era la primera vez que ambas miraban el mundo entero de
cerca y le sacaban algo de provecho. La madre lloró un poco más, aunque le
pareciera menos remoto que antes, y se fue a por un conejo para hacer un arroz
con él; que a saber lo que se comía por esos mundos raros y que tardaría un
poco, se levantó diciendo. Y mientras él, ya a solas, le daba besitos por el
cuello y la nuca, la joven, observando aún el continente, fue descubriendo
nombres que ella asociaba a Liz Taylor, a Ingrid Bergman, a la Hepburn, a Ava
Gardner; todas ellas conocidas suyas del cine de verano. Cuando alzó la cabeza
para mirarle, era otra: África le brillaba en los ojos, y el Kilimanjaro le
asomaba por el botón recién abierto de su escote.
Relato que obtuvo el 2º Premio en el "I Certamen de Microrrelatos A.VV. Muñoz Arenilla y Reina Victoria", de Cádiz, alla por el mes de diciembre.