Desde que tengo memoria no he hecho otra cosa que
racionarla. Por ejemplo, cuando, de pequeño, mi madre me enviaba a comprar
varias cosas, sólo retenía la mitad, para la otra mitad iba otro día. Al fin y
al cabo, hay más días que memoria, pensaba. En la escuela también guardé la
mitad de los ríos, de las comarcas, de todo. Así sólo recuerdo la mitad de mi
vida, bueno la mitad y un olvido.
Lo cierto es que nunca me fue mal con esta costumbre hasta el día que comprendí
que había olvidado decirle lo mucho que la quería, que ya era tarde para
disfrutar de ella, para mirarla moverse por casa, para verme en sus ojos cuando
me hablaba, sentirla cerca, oler y respirar esa esencia que sólo poseen las
madres. Un día te acuestas, o te levantas, y ya no está su olor. Lo que tú
creías inamovible, porque jamás a ella la relacionaste con la duración de la
vida, ya no está, y sólo te queda su recuerdo; su recuerdo y tu olvido. El
único del que me arrepiento. Del resto no, todo lo demás que fui dejando en la
cuneta, me ha dejado espacio suficiente para seguir recordando, ahora hasta
derrochar, este olvido, el más doloroso de mi vida.
Después de un agosto seco, pero dicharachero, vuelvo con este relato que quedó finalista la primera vez que me presenté al Concurs de Literatura Ràpida. Microcontes del Ajuntament de Sabadell, en el 2006. Tenías noventa minutos para escribir sobre un tema que ellos te daban. En total fueron seis años consecutivos participando y siendo finalista, hasta el año 2011, en el que gané el primer premio con Puentes, publicado ya en su día. Luego, dejé de hacerlo.