Imagen tuneado de la red |
Mi perro se come las flores del limonero. Las que caen
abiertas. Y los capullos sin abrir, que son como garbanzos rosados con rabito,
también. Me di cuenta porque comenzó a ladrar en un amarillo tan chillón, que
deslumbraba al oírlo; aunque estuvieras lejos o fuera de noche. Como sé lo que
molesta que te encandilen sin venir a cuento, pensando en los vecinos, intenté
poner remedio. Lo amarré con una cadena que no le permitiera acercarse al
árbol. Así lo he tenido cuatro semanas. Y, si bien es cierto que ya no refulgía
ni molestaba el color de sus ladridos, que volvió a ser normal, entre el marrón
y el aluminio de siempre, he empezado a notar que el limonero ya no es el
mismo. Está pocho. Yo lo riego igual y le pongo abono, pero lo veo alicaído.
Cabizbajo. De hecho, si uno entrecierra los ojos y lo mira, su estampa se
parece más a un sauce llorón que a un cítrico. Además, las hojas se le están
volviendo traslúcidas, como alas de mariposa. Temo que a este paso una mañana
me levante y haya echado a volar. Así que, después de sopesarlo, he decidido
que hoy mismo suelto al perro, para que se quieran como antes, y reparto
tapones de los oídos y gafas de sol entre el vecindario.
Relato aparecido en "Liebre por gato", la sección de "Los diablos Azules" en INFOLIBRE. Agradecidísimo a Gemma Pellicer y Fernando Valls, coordinadores de dicho espacio y difusores del género breve.
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