Imagen tuneada de la red |
Cuando me dijo que se había cansado de quererme, me pilló
totalmente en fuera de juego. Me sentí de pronto tan amonestado, que solo
deseaba volver al banquillo y ser un reserva. Desde que acabáramos invictos en nuestra
primera parte, nada me había hecho presagiar semejante tanto en el marcador. Eso
sí, al iniciar este segundo tiempo, que nos habíamos dado, ambos tuvimos claro
que lo nuestro no era un derbi y que, por tanto, nunca más permitiríamos
intervenir a la hinchada de los equipos. Únicamente nosotros dos, sin árbitros,
ni aficiones desde las gradas que nos empujasen a la derrota. Solo uno contra
uno y juego limpio.
Lo primero fue preguntarle, aunque imaginara su respuesta,
si había algún suplente. Me aseguró que no, que no lo había, y que ni se
planteaba nuevos fichajes siquiera. Entonces le hablé de una remontada, de nuevas
alineaciones, de ligas, de jugones, de remates y chilenas. Pero ella levantó
una mano, que despejó el esférico, y yo enmudecí. Hablando muy raso, hizo
referencia a mis faltas y dijo que estaba cansada de aplicarme la ley de la
ventaja. Que ya me venía avisando hacía tiempo. Que sacando amarillas continuas
no se podía amar eternamente. Que para ganar un campeonato no bastaba con
anhelar el trofeo, que era imprescindible, por encima de todo, entrenar,
entrenar a puerta cerrada y corazón abierto. Y sin dopajes. Yo bajé la cabeza,
como si me hubieran sacado una tarjeta roja muy merecida. Mi mente era una moviola.
Fui consciente de que a estas alturas del encuentro, con cada tiro a puerta, tan
solo habíamos sido capaces de rozar el larguero y poco más. Callando por la
banda, la miré desde el córner y le pedí por favor una prórroga. Ella, con los
ojos vidriosos, desde el medio del campo, me insistió en que no merecía la pena.
No más regates, no más lesiones, no más pases ni contrataques; la vida es una
quiniela y con el tiempo se verá, me dijo. Que lo que menos deseaba es que tuviéramos
que llegar a los penaltis, que no podría soportarlo. Así que, careciendo de un
triste gol o un abrazo, sonó el final del partido.
Camino de los vestuarios no volvimos a hablar. Ambos
aceptábamos deportivamente el resultado. Pero ya en el túnel, tras un escueto
adiós, sin títulos ni copas, al comenzar a barruntar que mientras ella había
empatado un amistoso, yo me sentía descender de golpe a segunda, acabé en la
ducha llorando como un alevín.
Relato con el que participo en ZENDA, cuyo tema esta vez es #historiasdefutbol