Nací a las nueve y cuarto de la mañana porque el señor que paseaba a mi padre, un Golden Retriever precioso con premios y todo, abría su tienda a la diez de la mañana después de haber trasnochado. Así que no podía nacer más tarde, ni más temprano. De mi padre nunca más supe, allí me abandonó y, si te he olido, no me acuerdo.
Desde ese día mi vida ha transcurrido en la calle, prácticamente. Por eso, he visto de todo. He visto robos, atropellos, peleas, besos con lengua, bomberos… Hasta una manifestación que, para suerte mía, no fue muy numerosa y no tuvo que utilizar la acera. Yo, que no soy estúpida, siempre he notado cómo la gente me mira, cómo me evita. Siento sus desprecios y su falta de delicadeza, porque una tampoco es sorda. Ni de piedra, de momento. Ya quisiera yo, que sé que a más de una la exhiben en no sé qué museo paleontológico con cámaras de vigilancia, y hasta les ponen un guarda de seguridad y todo, y sólo porque se han hecho fósil, dicen; a saber.
Yo, la verdad, es que he sido siempre muy conformista, muy alegre; toda de Dios, que se dice. Pero desde lo del atropello todo son achaques. Hasta entonces tuve varios intentos, que quedaron en eso, sustos tremendos que te van mermando, porque tu integridad física se ve en peligro. Y claro, quieras que no, algo te tocan. Pero la vez que ocurrió, sí. Con ese pisotón se fue una parte de mí. Me dejó secuelas. O más bien, se las llevó. Con el accidente mi carácter cambió y mi diámetro también; se vio incrementado de quince a treinta y dos centímetros, el doble, y ahí sigo. Y no fue mayor porque el despistado era joven y supo mantener el equilibrio, sino igual ya no estaría aquí, o al menos no tanta. Lo mismo me tendría aun untada en el abrigo metida en una bolsa de plástico de supermercado, a la espera de que alguien nos llevara a la tintorería. Ay, sin duda, desde que me pisaron no soy la misma, ni física, ni emocionalmente, en serio.
Como veis, una vida de mierda, rastrera y efímera. Ahora sólo me queda esperar que, en el final de mis días, un buen barrendero me lleve. O una tormenta, de esas que arrasan con todo, me arrastre hasta donde buenamente pueda, y me desparrame sin tener que dar cuentas, ni ella ni yo. Porque no creo, la verdad, que un escarabajo pelotero, con lo que escasean por estos lares, pasara un día por aquí, me hiciera objeto de sus deseos y empujes y, amontonándome de nuevo, me llevara rodando a ver mundo.
Para que no se diga que siempre escribo triste. Aunque no sé si pensará lo mismo la protagonista de esta breve biografía.
Desde ese día mi vida ha transcurrido en la calle, prácticamente. Por eso, he visto de todo. He visto robos, atropellos, peleas, besos con lengua, bomberos… Hasta una manifestación que, para suerte mía, no fue muy numerosa y no tuvo que utilizar la acera. Yo, que no soy estúpida, siempre he notado cómo la gente me mira, cómo me evita. Siento sus desprecios y su falta de delicadeza, porque una tampoco es sorda. Ni de piedra, de momento. Ya quisiera yo, que sé que a más de una la exhiben en no sé qué museo paleontológico con cámaras de vigilancia, y hasta les ponen un guarda de seguridad y todo, y sólo porque se han hecho fósil, dicen; a saber.
Yo, la verdad, es que he sido siempre muy conformista, muy alegre; toda de Dios, que se dice. Pero desde lo del atropello todo son achaques. Hasta entonces tuve varios intentos, que quedaron en eso, sustos tremendos que te van mermando, porque tu integridad física se ve en peligro. Y claro, quieras que no, algo te tocan. Pero la vez que ocurrió, sí. Con ese pisotón se fue una parte de mí. Me dejó secuelas. O más bien, se las llevó. Con el accidente mi carácter cambió y mi diámetro también; se vio incrementado de quince a treinta y dos centímetros, el doble, y ahí sigo. Y no fue mayor porque el despistado era joven y supo mantener el equilibrio, sino igual ya no estaría aquí, o al menos no tanta. Lo mismo me tendría aun untada en el abrigo metida en una bolsa de plástico de supermercado, a la espera de que alguien nos llevara a la tintorería. Ay, sin duda, desde que me pisaron no soy la misma, ni física, ni emocionalmente, en serio.
Como veis, una vida de mierda, rastrera y efímera. Ahora sólo me queda esperar que, en el final de mis días, un buen barrendero me lleve. O una tormenta, de esas que arrasan con todo, me arrastre hasta donde buenamente pueda, y me desparrame sin tener que dar cuentas, ni ella ni yo. Porque no creo, la verdad, que un escarabajo pelotero, con lo que escasean por estos lares, pasara un día por aquí, me hiciera objeto de sus deseos y empujes y, amontonándome de nuevo, me llevara rodando a ver mundo.
Para que no se diga que siempre escribo triste. Aunque no sé si pensará lo mismo la protagonista de esta breve biografía.