Imagen de la red, tuneada |
El día de Nochebuena llegó Papá Noel arrastrando los pies. No se esperó a que nos fuéramos a la cama. Ni siquiera entró por la ventana. Ni por la chimenea. No tenemos. Cuando llamó al timbre eran las siete y media de la tarde. Abrí yo y, al verlo, supe enseguida que no era ninguno de mis tíos. Su barba no era de mentira. Ni su pelo, ni sus arrugas. Ni olía como ellos. Me tocó la cabeza y sonrió, pero sin ganas ni alegría. La Tía Mercedes se quedó muda. Había llegado esa mañana. A pasar con nosotros estos días felices de dolor, había dicho. Tía Mercedes se había quedado completamente sola dos veces seguidas. La primera por mi tío, la segunda por mi abuela. Fue al principio de todo lo raro.
Cuando Papá Noel la vio, se fue hacia ella despacio. Como a
cámara lenta. O como si la Navidad fuera a durar todo el año. A mi tía,
inmóvil, empezó a temblarle la barbilla. Se quedaron frente a frente unos
segundos larguísimos y, entonces, como si se tiraran por un balcón, se
abrazaron mientras berreaban como bebés. Mi hermano, que está ya en segundo de ESO, dijo muy bajito: fuera los renos también están bramando.
Relato presentado a Zenda con #unaNavidaddiferente
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